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Y la culpa no era mía, ni cómo chutaba ni a quién cubría.

March 21, 202510 min read

«Y la culpa no era mía, ni cómo chutaba, ni a quién cubría»

1. Ya me cansé

Apoyado en su atril, mientras responde a los periodistas en la rueda de prensa sobre los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala, Guerrero, al entonces procurador general de nuestro país, Jesús Murillo Karam, se le escapó la frase “ya me cansé”. Un par de horas después el hashtag #Yamecanse había inundado las redes, se había convertido en la expresión de la indignación ante la oleada progresiva de violencia y desapariciones a lo largo y ancho de nuestro país. Durante aquellos meses, la sociedad civil se unió a los padres de los jóvenes desaparecidos, y con el grito “nos faltan 43” se exigió resultados por parte de las autoridades. No fueron pocos los políticos que se aprovecharon de aquella desgracia y que hicieron campaña en torno a lo que calificaban de crimen de estado. Se vitalizaron los pases de lista recordando jornada tras jornada los nombres asociados con aquella desgracia.

Once años después, las cifras oficiales revelan una realidad dramática, y al alza: casi 53 mil desaparecidos entre 2012 y 2018; la situación empeoró durante el sexenio de López Obrador: se estima que más de 72 mil cuerpos sin identificar fueron a dar a las morgues y fosas comunes. En 2024, se registró la cifra más alta de desaparecidos en la historia del país. Las muertes violentas han mostrado también un incremento significativo: casi 146 mil homicidios durante el sexenio pasado. La Conferencia del Episcopado Mexicano, en el mensaje del 12 de marzo pasado, ha puesto de relieve la paradoja de que «mientras se presume que bajan en un 15 por ciento los asesinatos dolosos, se trata de ocultar que crecen un 40 por ciento las desapariciones… la mayor parte de estas víctimas son nuestros jóvenes», señalan los Obispos. El problema no se refleja solamente en las cifras de homicidios, sino también en la falta de transparencia en las investigaciones, en la manipulación de la opinión pública en lo referente a la lucha contra el crimen organizado, y en la pretensión de monopolizar el flujo de la información.

Sinceramente no sé cómo traducir al lenguaje de las redes los sentimientos que embargan nuestro corazón en estos momentos: no sé qué hashtag podría expresar la sensación de impotencia, o de hartazgo, a veces el terror, e incluso la desesperación que se apodera de nosotros. Hoy no solo nos faltan 43, sino cientos de miles. Un pase de lista sería, ciertamente imposible, si pretendiera contener en una lista los miles y miles de nombres de personas que han sido sustraídas, o hasta asesinadas en los últimos años. También hoy, cuando presenciamos cómo se asesina impunemente a jóvenes cuyo único delito consiste en pertenecer a un grupo de la Iglesia que se reúne para hacer deporte, nos sentimos movidos a decir: “ya nos cansamos”.

En efecto, el trágico asesinato de ocho jóvenes pertenecientes a la parroquia san José de Mendoza, en Salamanca, Guanajuato, varios de ellos miembros de la pastoral juvenil pone de manifiesto la tragedia que está teniendo lugar justo delante de nuestras narices, y delante también de las narices de las autoridades, por cierto. No hay palabras, para expresar nuestra consternación, pero sí para manifestar nuestra solidaridad con las familias de las víctimas y con todos aquellos que en estos años han perdido a un ser querido. Los cristianos nos sentimos llamados a abrir nuestro corazón a los que sufren y también a los que causan sufrimiento. A unos para ofrecerles un poco de consuelo y esperanza, a otros para moverles a la conversión: así es, tendemos también una mano a las personas que, por el motivo que sean, han acabado en las filas del crimen organizado, para recordarles que Dios les ve, y que a pesar de todo sigue confiando en que pueden hacer las cosas de manera distinta; que al igual que a Caín, un día, se les pedirá cuenta del destino de sus hermanos, y nosotros oramos por su conversión y salvación, mientras procuramos la nuestra.

2. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque Tú estás conmigo (Sal. 23)

Nuestra solidaridad se transforma en oración.

Nos vienen a la mente las palabras del salmo 44, la lamentación del Israel doliente: «Tú nos arrojaste a un lugar de chacales y nos cubriste de tinieblas… Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza. Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Levántate, no nos rechaces más. ¿Por qué nos escondes tu rostro y olvidas nuestra desgracia y nuestra opresión? Nuestro aliento se hunde en el polvo, nuestro vientre está pegado al suelo. Levántate a socorrernos, redímenos por tu misericordia (Sal 44, 20. 23-27). Este grito de angustia es el grito de todas las madres y padres, de todos los que hemos perdido a un ser querido.

Ciertamente, no podemos ponernos ante Dios como socios en pie de igualdad, ni pedirle explicaciones. En el fondo solo podemos guardar un silencio de estupor, un silencio que es el más expresivo grito interior dirigido al Señor: «¿Por qué parece que Tú también guardas silencio, Señor? ¿Por qué te callas? ¿Por qué toleras todo esto? Llegue a Ti, Señor, nuestra oración. Que nuestro sufrimiento toque las puertas de tu corazón, y que toque también el corazón de nuestros hermanos que provocan tanto sufrimiento».

Que nuestra petición se transformen en fuerza para seguir adelante, transitando en este valle de lágrimas, por los nuestros; que se transforme también en perdón y en bálsamo que nos obtenga la reconciliación. «Levántate. No te olvides de tu criatura, el hombre». Y el grito que elevamos hacia Dios, debe ser a la vez un grito que penetre en nuestros oídos y mueva nuestros corazones, para que se despierte en todos nosotros la presencia escondida de Dios, para que el poder que Dios ha depositado en nuestro corazón no quede cubierto y desahogado en nosotros por el fango del egoísmo, del miedo, de la indiferencia o del oportunismo.

En este momento en que todas las fuerzas oscuras parecen resurgir en el interior de tantos seres humanos que causan sufrimiento y muerte, nosotros elevamos nuestro grito, al Señor: «Señor, escucha nuestra oración. Concédenos lo que más anhela nuestro corazón, hazlo por aquella que te llevó en su seno y a la que un anciano le anunció que una espada habría de traspasar su corazón. Por ella que, junto con san José, tuvo que huir y refugiarse en una tierra extranjera para proteger tu vida. Concede también el arrepentimiento a quienes causan tanto sufrimiento, que reconozcan que la violencia solo acarrea un espiral de destrucción en el que terminarán ellos mismos siendo víctimas de su propio mal. Nosotros oramos ante Tí, Señor, y gritamos ante nuestros hermanos para que se hagan solidarios y colaboren con nuestra causa, a fin de que ninguna familia tenga que pasar por el infierno por el que ya tantas están transitando en estos momentos».

«En medio de nuestra angustia tenemos la certeza de que Tú estás, Señor, con nosotros. Tú eres el buen samaritano, Tú eres el verdadero Cireneo que lleva la cruz con nosotros, y a veces, cuando parece que ya no podemos más, la llevas por nosotros. A veces nosotros quisiéramos que actuaras duramente, que derrotaras el mal. Pensamos que el mundo sufre por tu paciencia. Y, sin embargo, ¡cuánto necesitamos todos de tu paciencia!». El Dios que se hizo cordero y que ofreció su vida, el Dios que se ha quedado en el pan de la eucaristía nos recuerda que el mundo se salva por el crucificado y no por los crucificadores.

Con profunda fe y confianza nos dirigimos a Dios con aquellas palabras que el Espíritu Santo inspiró al salmista: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan. (...) Habitaré en la casa del Señor por años sin término» (Sal 23, 1-4. 6). Nuestro país está en una cañada, una de las más oscuras, pero el Señor camina a nuestro lado, su vara y su callado nos dan seguridad. Aunque sufrimos y no comprendemos del todo lo que sucede en torno nuestro, nos ponemos en manos de Dios, conscientes de que sus manos son buenas, y le decimos, hoy como siempre: «Jesús, confiamos en Tí

 

3. Unas palabras del Papa Francisco sobre el peligro de la «indiferencia»

Son muchos, ciertamente, los que hacen el mal. Pero quizá somos más los que sencillamente nos cruzamos de brazos, indiferentes ante el sufrimiento de los demás. Comer bien, vestir bien, divertirse lo más que se pueda, es el programa de muchos, y que el mundo arda. ¡Qué más da! Estos diez mandamientos, decía un amigo mío, se resumen en dos: amarme y servirme a mí sobre todas las cosas, y el prójimo contra una esquina. En efecto, el gran problema de nuestro tiempo no son solo las fuerzas negativas, sino la indiferencia de los buenos, como decía el gran san Pedro Canisio, apóstol de Alemania: «Ved Pedro duerme, Judas en cambio está despierto».

En este contexto, nos vendría muy bien leer despacio y meditar unas palabras del Papa Francisco en su libro autobiográfico Esperanza,en las que de nuevo nos pone en guardia contra la globalización de la indiferencia. Una llamada que ha resonado continuamente a lo largo de su Pontificado:

«Cuando le preguntaron a Liliana Segre, senadora vitalicia de la República italiana que tenía trece años el día que fue internada en Auschwitz —junto con su abuelo y su padre, a los que nunca volvió a ver—, qué palabra habría que escribir en el andén 21 de la estación de Milán, desde el que, tras la infamia de las leyes raciales, salían los trenes hacia los campos de concentración nazis, no tuvo dudas: “Indiferencia”, dijo. Nadie había pensado en esa palabra. Pero fue la indiferencia cobarde de muchos lo que permitió entonces que se consumara la masacre de al menos quince millones de personas, y es a menudo el silencio y nuestra indiferencia globalizada lo que permite que se cumplan las masacres de hoy. El lenguaje del horror, de la vejación de la miseria, de la decadencia, de los valles más oscuros en los cuales el camino de los hombres y de las mujeres se hunde, se alimenta casi siempre de las mismas palabras, aún con más frecuencia de lo tácito, porque la indiferencia ni siquiera necesita voz: yo no tengo nada que ver, no es mi problema, mira hacia otro lado…

Salvarse solo uno mismo, preocuparse solo por uno mismo, pensar solo en uno mismo es la cantinela de la humanidad que crucificó al Señor (Lc. 23, 35-37) y de un cuerpo social profundamente enfermo. Porque el egoísmo no es solo anticristiano. El egoísmo es también autodestructivo. La cortísima visión de un egoísmo sin fantasía ni creatividad hace que se pierda en gastos para comprar armas, en conflictos, en destrucciones ambientales una riqueza inmensamente mayor. «Cuando los pueblos empiezan a desangrarse fisicamente, ya están medio desangrados financieramente. Porque matar cuesta: suicidarse supone gastos. La estupidez es un lujo. Y la estupidez es la protección intelectual del odio», escribió Iginio Giordani, cofundador del Movimiento de los Focolari y precursor de la temporada conciliar, a propósito de la inutilidad de la guerra.

El egoísmo es estúpido».

(Francisco,Esperanza. La autobiografía, Plaza&Janes, México, 2025. La cita corresponde a las páginas 238 y 239).

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