San José, custodio del Corazón de Jesús

San José, el custodio del Corazón de Jesús

March 19, 202512 min read

San José, el custodio del corazón de Jesús

Se cuenta del general Wellington —sí, el mismo que venció a Napoleon en la Batalla de Waterloo— que, después de aquella importante hazaña, fue invitado a visitar el Colegio Militar en el que se había preparado. Alumnos y profesores, muy emocionados, vestidos de gala como lo exigía la ocasión, esperaban ansiosos su discurso. ¿Qué detalles desconocidos les contaría? ¿Les revelaría acaso alguna táctica secreta? ¿Tendría infiltrados en el ejército enemigo? Primero, un desfile en uno de los grandes patios. También los jardines se habían puesto sus mejores galas para aquella jornada solemne de primavera. Durante poco más de media hora fueron marchando los cadetes y las tropas de infantería, al son de los tambores y las trompetas. Pasaban por delante del homenajeado, y hasta él se alzaba el sonido de los más de ochocientos pares de botas que chocaban contra el piso de hormigón. Por fin llegó la hora, en el comedor antes de que se sirviese la cena, de escuchar al orador principal. Sus palabras, por demás sencillas, estaban cargadas de una emoción que terminó por contagiar a todos: «queridos amigos, la batalla de Waterloo se ganó aquí». Los aplausos de aquellos jóvenes generosos e idealistas manifestaban que habían comprendido a la perfección lo que el general Wellington les quería decir, ¿lo has entendido tú?

La formación es la primera respuesta que cada uno podemos dar a la vocación específica con que Dios nos llama a servirle. Lo que luego hagamos o dejemos de hacer depende en gran medida de la fidelidad con la que hayamos asumido los años de formación. En este proceso los educadores tienen una importancia capital. La vida de las personas que más han marcado la historia da testimonio de ello, para bien o para mal. Pensemos por ejemplo en la historia de san Juan Pablo II, del Papa Benedicto XVI, de madre Teresa, etc. Su testimonio es una confirmación de que junto a cada uno de nosotros y el uso responsable que vayamos haciendo de nuestra libertad, los papás son, sin lugar a duda, algunos de los protagonistas principales del proceso de formación de una persona. Hoy disponemos, además, de muchos estudios que confirman la influencia que todos recibimos de nuestros padres y que marca de alguna manera nuestra personalidad. Una estructura familiar sana forma personas maduras; cuando la familia —papá y mamá, de modo especial— se ve afectada por algún tipo de desequilibrio, no es poco frecuente encontrar fuertes carencias en la personalidad de los hijos.

La Palabra de Dios también nos habla de ello. Entre las muchas cuestiones que atraen poderosamente nuestra atención cuando consideramos con calma las distintas escenas de la vida de Jesús que han llegado hasta nosotros por medio de los evangelios, hay una en la que quisiera fijarme de modo especial: una visión de conjunto nos muestra a Jesús como un hombre sumamente equilibrado. Se nos presenta, por un lado, como una persona sensible que se conmueve hasta las lágrimas, se compadece, abraza a las personas, goza con los niños, siente tristeza cuando alguien le abandona, a veces también se molesta, que no oculta el sufrimiento y la sensación de soledad que experimenta a veces, y que cuando está a punto de morir todavía tiene tiempo de preocuparse por el destino de su madre. Al mismo tiempo lo vemos siempre sobreponiéndose a las dificultades, muy dueño de sí, dispuesto a seguir entregándose a la difusión del Reino. Vence las tentaciones, afronta los sufrimientos, no se echa para atrás ante la incomprensión, no se deja amedrentar por las persecuciones, afronta con entereza todo tipo de dificultades.

Eran muchos los que buscaban a Jesús solo por los beneficios materiales que esperaban recibir de él, un gran número de sus compatriotas se burlaban de él, mientras que los líderes del pueblo lo consideraban un hombre impuro e irreligioso, a veces incluso un endemoniado; hasta sus propios parientes llegaron a dudar que estuviera todavía en sus cabales. Desde el comienzo de su actividad pública Jesús vivió amenazado de muerte, de hecho, varias veces tuvo que escaparse u ocultarse. Sus mismos discípulos parecen no terminar de comprender su mensaje, y al final, en el momento decisivo, le dejan solo. Sin duda, la mayor prueba del extraordinario dominio de sí y de la fortaleza formidable que tenía, nos la ofrecen las escenas de su pasión y de su muerte. Al contemplar la magnitud de su entrega podemos preguntarnos cómo se forma una personalidad como la suya.

El rasgo distintivo del cristianismo es el hecho de que Dios mismo haya asumido la humanidad. Nada que ver con la idea que aparece en los mitos de la antigüedad según los cuales la unión entre los dioses y los seres humanos implicaba una disminución de lo divino, una especie de caída, a partir de la cual surgían los semidioses y los héroes. En el hombre Jesús, por el contrario, habita la plenitud de la divinidad. Unos cuantos años después de la resurrección, los discípulos buscaban algunas categorías que les permitieran comprender mejor y explicar el misterio de Cristo, y no encontraron otra mejor que explicarlo a partir de su comunión con el Padre. Él mismo lo había dicho: «el Padre y yo somos uno… quien me ve a mí ve al Padre».

Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre, como decimos en el Credo. Y esta última nota también es muy importante. De hecho, fuera de la perspectiva del Dios que se hizo hombre, la vida humana se convierte en un enigma sin solución, como enseña el Concilio: «El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del verbo encarnado (…) Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación (…) El hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado» (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, n. 22). Nosotros podemos realizar en unión con Jesús todas las facetas de nuestra vida. Él hizo suyos nuestros dolores y sufrimientos, sus heridas nos han curado. Esto quiere decir que también podemos unir nuestros sentimientos a los suyos. Él nos comprende y nos ofrece la oportunidad de hacer nuestros sus sentimientos, de emprender al lado suyo un proceso progresivo de maduración, también afectiva.

¡Cuánto debe haber aportado, en lo que se refiere a la madurez afectiva de Cristo, la etapa de su vida que transcurrió en Nazaret con sus padres! Alguna vez dijo el Señor que , como el sembrador echa la semilla y, sin que él sepa cómo, ésta va germinando y luego creciendo hasta que llega el momento en que se encuentra lo suficientemente robusta para dar frutos. Por supuesto que nadie considera que aquellas jornadas en las que el granito permanece cubierto bajo la tierra sean un tiempo perdido, sino por el contrario: la semilla muere y entonces aparece el fruto. Así fue para Jesús la época que vivió con sus padres, marcada por el silencio, la oración, la convivencia, la paciencia, el trabajo, la generosidad, y la alegría, en medio de no pocas dificultades.

Tenía un padre y una madre que habían aprendido a afrontar las dificultades con una gran fortaleza interior: ella, inmaculada; él, un hombre justo —un santo—. Por supuesto que, después del Padre del cielo y el Espíritu Santo, fueron José y María las personas que más influyeron en la personalidad del niño. Y Dios los probó como oro en el crisol. Ya durante el embarazo habían experimentado la primera dificultad: ante la grandeza del milagro que tenía lugar delante de él, José había decidido retirarse en secreto, pues no se creía digno de hacerse cargo del Emmanuel, el Dios con nosotros que, como lo había anunciado el profeta, habría de nacer de una madre Virgen. Sin embargo, no se dejó llevar del primer impulso, sino que se dio el tiempo necesario para considerarlo pausadamente, por eso dice el Evangelio que mientras pensaba en todas aquellas cosas el ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo que el hecho de que el niño había sido concebido por obra del Espíritu Santo no debía representar para él un motivo de temor, que llevara a María a vivir consigo a su casa.

Y luego vinieron el penoso viaje a Belén, el nacimiento del niño en unas condiciones materiales que no parecían ser las óptimas, ¡cuánto debe haberle dolido a aquel hombre, José, tan detallista, el que su esposa no pudiera dar a luz en un lugar mejor! Muy pronto tuvieron lugar los ritos mandados por la ley, mediante los que José asumía la paternidad del niño. Fue entonces cuando Jesús derramó sus primeras gotas de sangre, un anuncio anticipado de la pasión con que habría de «salvar a los hombres de sus pecados», que era la misión que el ángel comunicó también en sueños a José. Y luego la huida a Egipto, las noticias de la masacre de los niños llevada a cabo por las huestes de Herodes, la fatigosa vida en una tierra extranjera, el aparente ocultamiento de la grandeza de Dios, que se había escondido en aquel muchachito pequeño, frágil e indefenso. En esa época José debe haber sido un joven lleno de fuerzas, y no un viejito como algunos piadosamente sugieren, pues de lo contrario hubiera representado para María antes una carga que una ayuda. Sí, poseía una extraordinaria pureza de corazón, pero no por su avanzada edad, sino por la respuesta que había dado a la gracia, por su esfuerzo.

El joven Jesús, matriculado en el taller de Nazaret, recibió lecciones preciosas sobre la relación con Dios y sobre la vida humana, que luego él había de transmitir a sus discípulos e incluso a las multitudes. Y el director de aquella escuela modesta —pero nunca insignificante— en la que se formó el Redentor del mundo, fue san José. Eran aquellos, años de silencio, de trabajo, de familia y oración. Años para desarrollar al máximo la virtud, aprender el camino del esfuerzo, asimilar los criterios que habían de guiar su vida y ministerio, y desarrollar la familiaridad con Dios, su Padre. Es cierto que el chico tenía las mejores disposiciones; pero tratándose de un metal tan precioso, necesitaba ser puesto en manos del mejor de los orfebres.

En aquella escuela superior de entrega total, Jesús se graduó con las mayores calificaciones. Adquirió, además del oficio de su padre, la belleza de su madre y la pureza de ambos, una extraordinaria madurez afectiva. Poseía un equilibrio a toda prueba. Ya estaba preparado para su misión, así que san José había cumplido la suya. Como había sucedido siempre, no quería él aprisionar a los que amaba, ni aparecer en primer plano. Se contentaba con haber realizado su tarea, para luego desaparecer. Y eso fue lo que hizo: Seguramente pasó los últimos momentos de su vida en brazos de Jesús y en compañía de María Santísima, que eran el gran tesoro de su vida, aquella perla preciosa por la que había renunciado a todo lo demás. No debe haber transcurrido mucho tiempo entre su muerte y el inicio del ministerio público de Jesús, pues cuando este recorría todas aquellas aldeas, predicando, todavía la gente se acordaba de su padre, el carpintero. ¡Cuántas veces, padre e hijo, debieron haber recorrido juntos aquellos caminos!

El secreto de san José en relación con la formación afectiva de Jesús, o por lo menos algunos de los elementos que constituyen ese secreto, se han mencionado en los párrafos anteriores: se trata de un hombre que no se deja llevar del impulso natural, sino que reflexiona hasta encontrar la voluntad de Dios; que no se pone a sí mismo en el centro, que ocupa con sencillez su lugar de criatura y deja a Dios ser Dios, y con ello respeta toda justicia; que cuando Dios se lo pide sabe afrontar también las dificultades, con entereza y confianza, sabiendo que Dios lleva las riendas de la vida y de la historia; un esposo que tiene muy en cuenta la opinión de su esposa y le sabe dar siempre el lugar que le corresponde; un padre que por el bien auténtico de su hijo no se ahorra trabajo ni sacrificios; que dialoga con el chico con sencillez y sinceridad; un trabajador incansable que sabe, mediante su servicio, vivir para los demás; un hombre humilde, dispuesto a desaparecer en el momento indicado, para que solo brille la luz de Jesús: «conviene que Él crezca y yo disminuya».

Nuestra generación necesita de modo especial un padre como san José. El nuestro es el tiempo de san José. Ante tanto desconcierto y desasosiego, necesitamos volver la mirada interior y el corazón a José, para qué estando con él nuestros pensamientos y afectos se hagan serenos, equilibrados y santos, como los de Jesús. Solo bajo su custodia podemos de verdad prepararnos para las batallas de la vida. Vamos también nosotros matriculándonos a la escuela de san José, tomémoslo como modelo, maestro, padre e intercesor. Él sabrá hacer hoy por nosotros lo que una vez hizo por Jesús. Él librará a la Iglesia de todos los enemigos que la acechan, y la llevará a un lugar tranquilo y sosegado, donde se hará cargo de ella hasta que esté lista para salir a los caminos de la historia a decirle a todos los hombres: «yo tengo lo que ustedes andan buscando, porque yo puedo ofrecerles a Jesús, que es el Camino, la Verdad y la Vida».

¿Quieres conocer más sobre la figura y mensaje de san José? Te invito a leer el libro “Yo soy su hermano José”, que escribí hace un par de años para ayudar a que sea más conocido, amado e invocado, este grandioso santo al que Dios le confió la custodia de sus tesoros más preciosos, Jesús y María, y al que la providencia hoy le confía la custodia de la Iglesia. Puedes conseguir este libro en la Librería Franciscana de la Basílica de Zapopan.

Back to Blog