Morir con dignidad

¿Podremos, por fin, morir con dignidad?

February 24, 202411 min read

“Cuando la naturaleza dicta condena de muerte, la tarea del médico no es ejecutar la sentencia, sino más bien intentar conmutar la pena” -Dr. Jérôme Lejeune-

eutanasia

He visto recientemente una serie de publicaciones en las que, con fines propagandísticos se plantea una y otra vez la pregunta “¿cuándo podremos, por fin, morir con dignidad?” La cosa es que siempre podremos y siempre hemos podido morir con dignidad. No es que sea fácil, pero sean cuales sean las circunstancias por las que nos toque atravesar, nadie puede quitarnos esa que en el libro El hombre en busca de sentido, el Dr. Frankl denomina “la última de las libertades”, la de elegir la actitud qué tomamos ante las circunstancias que se escapan en cierto sentido a nuestro control. Pienso en la grandeza de espíritu con que han entregado y ofrecido su vida los mártires, y también en tantos enfermos o ancianos que, sin abandonar un sano realismo ante el destino inevitable, han librado con magnanimidad el último combate. Digna ha sido la muerte de Kolbe e infame la de Hitler, por poner solo un ejemplo. Y es que el cristianismo, desde que existe, nos ha explicado cómo morir dignamente.

Pero no es eso a lo que se refieren los paladines de la “muerte digna” tal como se entiende en nuestro actual contexto ideológico y, sobre todo, político. Sí, esos mismos que han derrumbado el sistema de salud, que están detrás de la escasez de medicamentos y que han abandonado a las personas a su suerte ante la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Hace ya algunas décadas asistió el mundo que se considera a sí mismo civilizado al primer ataque contra la vida: iba dirigido en contra de los niños. El primer misil en su contra lo lanzaron los Estados Unidos. Muy pronto se inauguraría una segunda campaña: tras atacar al ser humano que recién comienza a existir, parece que hay que agredir también a aquellos que están en la última etapa de su vida, enfermos y ancianos. Muy pronto tuvieron que admitir que el incremento de la población no se debía tanto al número de nacimientos, sino más bien al incremento de la esperanza de vida. No podemos matar de vez en cuando sin llegar a acostumbrarnos. Con el primer muerto nos convertimos en homicidas, y el segundo cuesta menos que el primero. La historia ofrece ejemplos de sobra.

A través de los medios se intenta capturar las conciencias, utilizando los sentimientos. Exactamente la misma técnica, el mismo desarrollo. Siempre se aluden razones éticas para matar o dejar morir, porque esgrimir los argumentos auténticos —económicos, la mayoría de ellos— podría no ser tan bien visto. Siempre se comienza con alguna que otra publicación, alguna intervención ocasional, hasta que el asunto va siendo un tema de conversación, un tema del que conviene tener una opinión formada. Así como el aborto, ahora también la eutanasia, quiere cobijarse bajo las banderas de los derechos y de la misericordia. Siempre que se abre una puerta, aunque sea pequeña, terminan colándose por ella muchos casos que originalmente no se tenían previstos. Incluso personas de buen corazón acaban cediendo ante la idea del
“asesinato caritativo”.

Una vez que hemos aceptado que se puede eliminar a los que molestan cuando son pequeños, nos vemos obligados a no condenar a quienes los matan cuando son algo más grandes.

En un ambiente como el nuestro, marcado por una violencia brutal, es evidente la pérdida progresiva del respeto a la vida humana, y hasta una especie de terror de que algunos niños puedan venir al mundo, o de que la vida de enfermos o ancianos pueda prolongarse más allá de lo que, según los estándares del mercado, se considera debido. No vale la pena vivir más allá de cierta edad, o en determinadas condiciones, nos dirán; y también, que, cuando la carga es muy pesada, tenemos derecho a “desprendernos” de quienes nos obligan a pagar un precio muy alto por cuidarlos. Y es que, una vez que hemos aceptado que se puede eliminar a los que molestan cuando son pequeños, nos vemos obligados a no condenar a quienes los matan cuando son algo más grandes.

Una consideración, ciertamente marginal, sobre lo que cuesta el cuidado de los enfermos, también de los enfermos graves. No mucho, ciertamente, comparado con lo que se gasta, por ejemplo en la construcción del Tren Maya, o de la refinería de Dos Bocas. Menos aún si consideramos que, de alguna manera, nuestro sistema económico descansa en las aportaciones que durante décadas esas personas estuvieron haciendo. Aportaciones que han hecho posibles, no una sino muchas veces, tanto las campañas políticas, como también librar de la quiebra a las empresas paraestatales, normalmente en números rojos, como Pemex o la CFE. Este es un asunto que no carece de importancia, de ahí que se tenga tanto cuidado a la hora de elegir las palabras con las que se va a proponer el que se pueda matar a los ancianos y a los enfermos, porque muchos de ellos, mientras no llegan a perder la conciencia ni entran en una fase terminal, todavía votan.

La Medicina, desde sus orígenes, ha tomado como regla dos principios muy fáciles de comprender: el primero de ellos, en latín, dice así “primum non noscere”, lo primero es no hacer daño. Eso es lo que aprende cualquier alumno que recién ingresa a la facultad de Medicina. Es la forma más simple de resumir el cometido del médico: lo primero es no agravar lo que ya se ha manifestado difícil de forma natural. 

Para el personal sanitario la idea de eliminar al enfermo no solo contradice la esencia de la medicina, sino la propia razón de ser de su servicio. Hipócrates dijo con claridad que
“nunca darían veneno, aunque nos lo pidieran” y añade “ni siquiera para un esclavo”. El juramento se opone a eliminar a un ser humano hasta un nivel que podría haber sorprendido a cualquiera en su época. El segundo aforismo viene a complementar lo anterior: “deinde curare”, luego cuidar. “Curare” quiere decir sanar, pero esto no siempre es posible, de ahí que tenga otro significado “ocuparse de”, “administrar cuidados”. Es una obligación no solo moral, sino también legal, ofrecer cuidados a una persona en peligro.

Un cadáver no es ya una persona en peligro.
Pero mientras exista vida, estamos todavía en presencia de una persona, y por tanto, estamos obligados en conciencia a hacer lo que está en nuestras manos para ayudarle, aun cuando la única ayuda que podamos ofrecer sea la de aminorar sus sufrimientos mediante los cuidados paliativos. Hay que tener en cuenta que cuando una persona dice: “ya no quiero vivir”, quizá se esté refiriendo a “no quiero causar tantas molestias”, “no quiero que me siga doliendo tanto”, o incluso a “me siento muy solo”. Por eso, los cuidados paliativos tienen en cuenta las distintas necesidades del ser humano considerado en su integridad: necesidades físicas, psicológicas, sociales y espirituales.

El desarrollo en el campo de los
cuidados paliativos nos asegura la posibilidad no solo de mitigar el dolor de una persona enferma grave e incluso en estado terminal, sino también de que sea tratada de manera digna, teniendo en cuenta todas las esferas de su vida personal y social. En cambio, cuando el organismo ha perdido aquel principio que le confiere su unidad, cuando se da una descomposición total e irreversible del cerebro y el sistema nervioso central, ha cesado definitiva, total e irremediablemente en sus funciones, entonces sean cuales sean las técnicas que podamos emplear, no hay forma de mantener al organismo ni vivo, ni funcionando. Podremos conservar a los sumo algunas partes, y esto por un lapso de tiempo limitado, a no ser que utilicemos materiales y técnicas de congelación, las cuales son, por cierto, muy caras. Pero, si todavía hay vida, sería criminal negar los cuidados que están a nuestro alcance.

Ninguna consideración de costos y beneficios debe tener la última palabra cuando existe un deber elementalísimo no solo de solidaridad, sino también de justicia ante el enfermo y el anciano.

Y eso de que hay personas que no resultan productivas es poco menos que un disparate: incluso desde el punto de vista puramente material, cuántos empleos, cuántas fábricas y cuántas ganancias económicas, podrían desarrollarse en torno a las personas que tienen necesidad de cuidados particulares.
¿No es acaso, después de la producción de armas, la industria farmacéutica la empresa más rentable en el mundo? Aquí hemos hecho abstracción de todo lo demás que se produce y desarrolla en torno a la cama de un enfermo: empatía, compasión, solidaridad, caridad, fortaleza, unión, etc. ¿Y no son estas realidades las que, en último término, nos hacen y mantienen humanos?

 

Es comprensible el miedo que, como generación, mostramos ante la enfermedad, el sufrimiento y la muerte. Es razonable no querer emplear medios desproporcionados que no contribuyan de verdad al cuidado y recuperación de un enfermo. Pero matar o dejar morir, y no emplear los medios a nuestra disposición para mitigar el dolor y ofrecer un clima de humanidad a una persona, por el hecho de estar en peligro de muerte, implicaría no tener corazón.

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El desarrollo científico debe ir acompañado con un progreso en la formación moral de las personas, no basta tener recursos más tecnificados, es necesario subordinar los recursos al desarrollo de todos los seres humanos y del ser humano considerado en su integridad.

Antes de los descubrimientos de Pasteur, se asfixiaba a los enfermos de rabia colocándolos entre colchones. La ciencia, puesta al servicio de la humanidad, supuso una puerta abierta hacia un comportamiento más humano.

Cicely Saunders, en Inglaterra, ha sido pionera en el cuidado de los moribundos. Ha fundado una serie de centros que
no solo se dedican a curar a las personas, sino a acompañarlos y cuidarlos cuando ya no hay forma de curarlos.

Entre nosotros existe un centro, Juntos contra el dolor, que está también al servicio de las personas que más sufren. En estos ambientes se han desarrollado técnicas notables que muestran la falsedad del principal argumento a favor de eliminar a los enfermos, el del sufrimiento insoportable.

En aquellos centros, a los cuales se da un nombre para el que no tenemos traducción en castellano, “hospices”, el 99% de los pacientes mueren lúcidos y sin sufrimiento. Lo cual es posible gracias a una dosis elevada de conocimiento farmacológico sumado a una dedicación extraordinaria por parte del personal, que aporta mucho más que cuidados y técnica.

Lo que necesitan los enfermos terminales son cuidados médicos inteligentes, es decir, remedios que no sean peor que la enfermedad, para aliviar el dolor, más que para combatir una enfermedad que ya ha ganado. Allí debe entrar en escena una verdadera sabiduría en los médicos, enfermeros ellos y ellas, y en los demás agentes comprometidos con el cuidado de los enfermos y ancianos. Hay un momento, ciertamente, en el que podemos saber que el final de la vida de una persona está cerca. En ese punto nuestro deber no es acelerarlo; es necesario hacer un examen de conciencia sobre si podemos y sabemos lo suficiente para ayudarle a dar ese paso conscientemente y sin sufrimiento, lo cual casi siempre es posible.
La clave es la delicadeza, cuidar que ni siquiera un doblez de las sábanas le pueda ocasionar daño. Esos cuidados pueden ser algo precioso, capaces de rodear de amor y ternura los últimos momentos de alguien en este mundo.

Hacer una caricia o refrescar un poco la cara de alguien con un paño no aumenta un minuto de vida, pero puede aportar un consuelo y alegría prodigiosos a una persona que se debate entre la vida y la muerte, y también hace crecer la grandeza de quien ofrece ese gesto magnánimo a un ser humano. Las personas también merecen que se las trate con discreción y respeto, incluso cuando ya no se dan cuenta.

Los estudios sobre lo que, en ciertas circunstancias, una persona inconsciente puede ver y escuchar no arrojan resultados absolutamente concluyentes. Para un moribundo, oír que se habla de él o se le trata, como si fuera una carga o como si ya estuviera muerto, puede ser una de las experiencias más desagradables. Se trata, en cualquier caso, de una falta de respeto gravísima. La altura moral de una sociedad se puede medir en cómo ésta trata a quienes más sufren.

En la antigüedad, para referirse a los cristianos, se utilizaba el término
aphoboy tanatou, que se puede traducir como “los que no tienen miedo a la muerte”. Y es un calificativo que describe bien la actitud existencia que brota de la fe en Cristo. La fe en la vida eterna y la esperanza que brota de ella determinan la manera como enfrentamos un destino que parece irremediable. Esta esperanza es la que determina nuestro respeto a la vida.

Tener esperanza nos hace capaces de cuidar con discreción, con afecto, con devoción, conscientes de que la muerte no tiene la victoria. ¡Spoiler alert! La escena final de la película de nuestra vida hunde sus raíces en la vida eterna y la última palabra de la historia se llama “resurrección”. La muerte es más digna en la medida que más conscientes somos de esta realidad y más preparados estamos para acogerla. Rodear de cuidados y de cariño a quien está a punto de dar el salto a la eternidad es lo menos que podemos hacer para mantenernos humanos.

Miembro de la Newman Society. Escritor y profesor. Entre sus publicaciones se encuentran algunos libros de espiritualidad y de bioética. Cuenta con estudios de bachillerato, licenciatura, maestría y doctorado en Filosofía. Actualmente realiza estudios de Teología en la Facultad de Teología del Norte de España.

Adrián A. Aguilera A.

Miembro de la Newman Society. Escritor y profesor. Entre sus publicaciones se encuentran algunos libros de espiritualidad y de bioética. Cuenta con estudios de bachillerato, licenciatura, maestría y doctorado en Filosofía. Actualmente realiza estudios de Teología en la Facultad de Teología del Norte de España.

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