Despenalización del aborto en Jalisco

Modificación al Código Penal de Jalisco

October 11, 202412 min read
“He desobedecido la ley, no por querer faltar a la autoridad británica sino por obedecer a la ley más importante de nuestra vida: la voz de la conciencia”
—Mahatma Gandhi

Los católicos de Jalisco, junto con otras muchas personas de buena voluntad lamentamos profundamente y reprobamos las acciones que tuvieron lugar el pasado viernes 4 de octubre dentro del Palacio Legislativo del Estado de Jalisco, mediante las que, en un proceso plagado de irregularidades, un grupo de legisladores ha traicionado la confianza depositada en ellos, abriendo la puerta para que se atente contra el primero y más fundamental de los derechos humanos: el derecho a la vida. El Congreso local, mediante voto secreto, ha aprobado la modificación de los artículos 228 y 229 del Código Penal Estatal, relativos al aborto, abriendo la puerta a su despenalización durante las doce primeras semanas de gestación, contraviniendo con ello la Constitución del Estado de Jalisco, que protege la vida de toda persona desde el momento mismo de la fecundación.

I. Antecedentes inmediatos

El 25 de abril del año en curso, el Segundo Tribunal Colegiado en Materia Penal del Tercer Circuito dictó una sentencia sobre un amparo interpuesto por una organización feminista en la que se ordenaba al Congreso del Estado derogar la redacción actual de los artículos mencionados y expedir una nueva legislación que se adecuara a los precedentes dictados por la Suprema Corte en materia de aborto. La sentencia recomendaba, además, que se emitiera una legislación parecida a la de la Ciudad de México.

Un grupo de legisladores asumió la sentencia del Tribunal como proyecto de ley para la modificación del código penal. Hubo un primer intento de realizar la modificación del código penal del Estado, el 5 de agosto pasado, en la que, sin previo aviso, una fracción del parlamento local intentó que dicho dictamen fuera llevado al pleno y sometido a votación. En esa ocasión, frente al Congreso, un nutrido grupo de personas, en representación de diversas asociaciones de la sociedad civil, manifestaron una firme oposición a la despenalización del aborto y lograron frenar la iniciativa. Finalmente, el viernes 4 de octubre, en una sesión maratónica, en la que se recurrió a todo tipo de artilugios, se llevó a cabo una votación en la que se logró reunir la mayoría para dar luz verde al dictamen.

Aún falta la publicación del mismo en el Diario oficial del Estado de Jalisco, pero es previsible que tenga lugar en los próximos días, a no ser que el gobernador haga uso de su facultad de vetar un dictamen y devolverlo con observaciones para que sea votado nuevamente. Hay que decir, como han hecho notar destacados especialistas en derecho, que los vicios del proceso serían suficientes para que éste sea invalidado, por no hablar de las contradicciones internas del dictamen respecto a la Constitución del Estado libre y soberano de Jalisco, que reconoce a los bebés en gestación no solo como personas, sino además como grupo vulnerable que debe ser protegido de forma especial ante las posibilidades de que se atente contra sus derechos, los cuales se encuentran plenamente reconocidos en la Carta Magna del Estado.

II. Algunas consideraciones

Manifestamos nuestra decepción e indignación, por el hecho de que nuestros legisladores no han tenido la capacidad de atender las justas demandas de quienes, con nuestro voto, les hemos llevado al puesto que hoy ocupan, garantizando que nuestra opinión, la de la mayoría, sea reconocida y respetada, haciendo valer el derecho a la vida de todo niño concebido, derecho no solo reconocido por la Constitución política de nuestra entidad, sino sustentado por la ciencia y la ley natural, las cuales nos dicen que desde el momento de la fecundación estamos en presencia de un individuo que pertenece a la especie humana, al cual hay que reconocer y tutelar todos los derechos que le corresponden en cuanto persona.

La idea de que el aborto sería tolerable durante las primeras doce semanas de gestación tiene que ver con la opinión de algunos que consideran fundamental la formación del sistema nervioso y un desarrollo suficiente de la actividad cerebral (la formación de la corteza) para poder “asignar” al embrión carácter humano. Lo que pretenden es demostrar que la actividad cerebral permitiría el paso de la vida embrional desde el «nivel celular» al «nivel holístico», solo entonces se daría la unificación de diversos órganos y tejidos en un único individuo humano. A estas consideraciones otros añaden que, antes de la formación de la corteza cerebral, el embrión no sería capaz de experimentar dolor.

Hay que decir, sin ambigüedad, que no hay ningún fundamento científico para defender esta hipótesis, que más que otra cosa es de orden práctico: entre más pequeño el ser humano en desarrollo, más fácil abortarlo; más barato y con menos riesgos físicos para la madre. La cuestión de la actividad cerebral es importante para la determinación de la muerte de un individuo, pero no en relación con el inicio de la vida. El desarrollo de las estructuras cerebrales obedece a un proceso continuo, gradual, progresivo, cuyo inicio se se remonta al momento mismo de la fecundación y que luego se prolonga durante muchos años, prácticamente hasta el inicio de la edad adulta. Dicha gradualidad no conoce saltos cualitativos, sino solo enriquecimiento de expresión de las potencialidades ya inscritas en el cigoto. El recién concebido tiene su propia realidad biológica bien determinada: es desde el principio un individuo totalmente humano en desarrollo, que autónomamente, momento a momento y sin discontinuidad alguna, construye su propia forma ejecutando, por actividad intrínseca, un designio proyectado y programado en su mismo genoma.

No tenemos que asignar a nadie carácter humano, sino simplemente reconocerlo: es humano. Todo aquel que posee un cuerpo humano, un código genético humano, aquel cuyos padres son humanos.

La dignidad humana no se mide en centímetros, gramos, días; mucho menos en dólares. No importa cuánto mide, cuánto pesa, hace cuánto comenzó a existir, ni tampoco si es o no económicamente productiva. Una persona, independientemente de si se encuentra en los primeros estadios de su desarrollo o en el máximo despliegue de sus capacidades, posee una dignidad infinita.

No somos un producto casual de antiquísimas evoluciones, cada persona ha sido pensada, querida, cada uno es importante: un pensamiento de Dios, un latido del corazón de Dios; la única criatura a la que Dios ha querido por sí misma —«Imagen y semejanza de Dios»—. Un hombre o una mujer no valen oro, ni plata, sino la Sangre preciosa del hijo de Dios, que con su Encarnación se ha unido a todo ser humano.

Por otro lado, decir que solo sería asesinato en caso de que la víctima experimente dolor, es ridículo y, en virtud de los recursos con que se cuenta actualmente, abriría la puerta a crímenes abominables. Por cierto, hay evidencias suficientes de que a los dos meses (ocho semanas), un ser humano en desarrollo es capaz de experimentar sensaciones. Por su lado, los eslóganes de que el embrión no es un ser humano, de que forma parte del individuo materno, o que es solo un montón de células, que el aborto es como cualquier otra intervención, o que se tiene pleno derecho a decidir si se continúa o no un embarazo, ofenden más a la seriedad de la ciencia que a la moral. Nos enfrentamos frente a un terrible dilema: tomar como punto de referencia las evidencias científicas o ceder al oscurantismo de ideologías que luchan por el reconocimiento incluso jurídico de un supuesto derecho a la transgresión, al vicio, y al asesinato de seres humanos indefensos.

Cuando el derecho es producto del arbitrio, un criterio establecido por los que están en el poder, y no expresión de la justicia al servicio de todos, entonces aparecen las sospechas y la rebelión. La multiplicación de deberes conduce a la destrucción del concepto de derecho, a la afirmación de un derecho nihilista de destruirse a sí mismo —aborto, eutanasia, suicidio, cosificación—. Estos supuestos derechos del hombre niegan su naturaleza y lo destruyen. Por cierto, ninguna ley otorga al poder legislativo la facultad de dictar a los legisladores el sentido que deben dar a su voto, lo cual se debe considerar una intromisión arbitraria y, por supuesto, un abuso que constituye un atentado contra la independencia de los poderes. Si una opinión deben representar y defender los legisladores, esta es la de aquellos ciudadanos que les han otorgado la confianza para que los representen en el Congreso.

Repasemos las lecciones que nos ha dejado la historia reciente y extraigamos de allí algunas lecciones para nuestro presente: una vez en el gobierno, el Partido Nacional Socialista Alemán decidió que había una vida que no era digna, una raza que no debía existir y que tenían el derecho de acabar con ella para crear la raza pura y superior del futuro. El tribunal de Nuremberg, con apego a la sensatez, definió que hay derechos que no pueden ponerse en discusión ni por un gobierno ni por un pueblo entero. Este tribunal pudo condenar justamente a personas que habían seguido las leyes vigentes en un Estado, leyes que habían emanado por las formas institucionales y en apego a los procedimientos correctos, no obstante su apego formal a lo que técnicamente se consideraba correcto, iban en contra de una serie de leyes inviolables y válidas para todos y en todas las circunstancias, entre las que se encuentra, sin duda, el derecho fundamental de toda persona a la vida.

Obedecer a un Estado que se mantiene dentro de sus propios límites no adultera la libertad personal, sino que la hace posible otorgándole puntos de referencia. Pero cuando el gobierno pretende establecer, por propia iniciativa, lo que se ha de considerar justo y verdadero, entonces destruye al ser humano, niega la naturaleza y no puede ya exigir obediencia alguna. Un sistema de gobierno que pretenda el monopolio de la moral, que afirme que se asienta sobre la voluntad popular y acto seguido busque que sus ciudadanos se comporten como autómatas, es una contradicción.

Las leyes injustas emanadas de una mayoría parlamentaria que, voluntaria o involuntariamente, se ha equivocado en sus sentencias no solo no obligan a ser reconocidas y obedecidas, sino que además demandan de nosotros una actitud combativa para derogarlas y corregirlas.

El derecho a la vida no es una verdad de fe, ni un derivado de la libertad religiosa, es una exigencia fundamental anterior a cualquier credo, inscrita en la naturaleza, accesible a la razón y, por tanto, común a toda la humanidad. Carecer de fe tampoco significa estar desprovisto de una profunda pasión existencial por algunos valores que hacen de la propia existencia algo sensato y de la relación con los otros algo razonable. Creyentes y no creyentes debemos asumir lo humano como causa común. Sólo de este modo se puede evitar que la humanidad, enamorada de la “hybris” de la razón autónoma, científica y utilitarista, abra la caja de Pandora, derramando sobre el mundo toda la potencia destructora de la que se dispone en virtud de los medios actuales.

Una sociedad que es capaz de asesinar a sus miembros más frágiles e inocentes ha perdido la humanidad y el corazón, y ¿quién podrá evitar, entonces, que de verdugos nos convirtamos en víctimas?

Algún día, si Dios quiere, todos nosotros seremos mayores; y quizá, esos mismos niños que un día estuvieron en peligro de ser víctima de las leyes abortivas que nosotros promovimos o toleramos, nos sienten a nosotros en el banquillo de los acusados y sean los que decidan si debemos ser considerados un desecho del cual hay que librarse mediante la eutanasia.

III. Conclusión

Resulta paradójico que en una época en la que, por lo menos en teoría, las palabras “dignidad” e “igualdad” parece que se aceptan universalmente como conquista irrenunciable, la despenalización del aborto descansa sobre la incoherente convicción de que hay un grupo de personas que puede ser sacrificado para garantizar la realización de otros.

Esto constituye, ciertamente, una triste derrota: en primer lugar para los médicos que son obligados a ignorar la línea que separa la medicina de la veterinaria; derrota también para el derecho, que se prostituye al convertirse en bandera que enarbolan los fuertes para matar a los vulnerables; una derrota de un Estado, testigo pasivo de cómo se mata a sus ciudadanos, o peor aún, sicario al que se paga para ejecutar la sentencia y asesinar sin escrúpulos a niños y niñas en el vientre materno; una derrota para los hombres y para las mujeres; una derrota, en definitiva, de la humanidad.

Ante panorama tan triste, no solo los cristianos, pero por lo menos los cristianos, debemos levantar la voz y protestar: defender el valor incondicional de la vida humana, la dignidad absoluta de toda persona, y exigir que las leyes de nuestro estado y de nuestro país reconozcan y defiendan los auténticos derechos, siendo el primero de ellos el que protege la vida de toda persona desde la concepción hasta la muerte natural.

Nos encontramos en una encrucijada en la que se decide si nuestra civilización sigue siendo digna de ese nombre. Todo lo relacionado con los derechos de los niños concebidos, pero todavía no nacidos, constituye un asunto sumamente delicado, ante el cual no podemos pasar indiferentes; el hecho mismo de no hacer nada para manifestar nuestra oposición y frenar una ley que no solo tolera, sino que casi instruye el aborto, nos convertiría en cómplices.

No solo la historia, sino Dios mismo, nos pedirá un día cuentas de lo que hagamos o dejemos de hacer. Ese día, ante la mirada de nuestro Señor y Juez, ante la que toda falsedad quedará desmontada, «triste será el destino de los irresolutos y vacilantes, esos que aman tanto este mundo que son incapaces de ir en contra de los criterios dominantes, aunque creen y reconocen que Dios les manda hacerlo» (San John Henry Newman, Sermones parroquiales y sencillos 1, pp. 41-42).

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