LA MAYORÍA SOLO DIRÁ: QUÉ TERRIBLE (sobre el mar de violencia en Jalisco y en todo México)
Una escena de la película Hotel Rwanda nos ofrece un punto de partida para esta reflexión. El filme presenta los trágicos acontecimientos que tuvieron lugar entre abril y julio de 1994, el intento de exterminar a la población de raza tutsi, por el que perdió la vida casi un millón de personas, muchos de ellos asesinados con machetes a manos de sus propios vecinos, azuzados por el gobierno y grupos paramilitares de la etnia hutu. En la cinta, Paul Rusesabagina hace uso de todos sus recursos para salvar la vida de casi un millar de personas que encontraron en el hotel su último refugio. Hay un momento, antes de que los extranjeros fueran sacados del país, en que el protagonista pide a los periodistas que muestren al mundo las imágenes de terror que están teniendo lugar en su país; de acuerdo con su lógica, resultaría imposible que las naciones sean testigo de lo que ahí acontece y se quedaran cruzadas de brazos. Uno de sus interlocutores no comparte su entusiasmo: «Paul —le dice—, la gente mirará estas imágenes, dirá “qué cosa tan terrible”, y luego seguirá cenando».
Estas palabras describen la trágica situación de algunos sectores de nuestra cansada sociedad occidental, marcada por lo que el Papa Francisco llama “la globalización de la indiferencia”. Esta “anti-cultura del descarte” se manifiesta también entre nosotros, sobre todo en la pérdida de sensibilidad ante el sufrimiento de los demás: ante las alarmantes cifras de personas desaparecidas, torturadas o asesinadas a lo largo de todo el territorio nacional, ante el drama de la guerra, del desplazamiento forzado, y las proporciones inauditas que han alcanzado la violencia y el crimen organizado.
En tiempos de la persecución religiosa, nuestro país fue testigo de una generación de hombres y mujeres valientes, cuya sangre fue derramada al grito de “Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe”. Hoy no es solo la sangre de los mártires la que tiene teñido de rojo el territorio nacional, sino la de tantas y tantas otras personas que en los últimos años han muerto a causa de la terrible violencia que estigmatiza a nuestras comunidades. No se trata de casos aislados, sino de una situación generalizada que afecta tanto a las grandes ciudades, los centros comerciales y restaurantes de las zonas más exclusivas, como los pequeños pueblos dispersos en el campo, las grandes carreteras o los caminos de terracería. La pugna de los cárteles por el control del territorio, aunada a una fallida estrategia de seguridad por parte del gobierno, pero, sobre todo, la falta de una auténtica vida cristiana han contribuido a materializar lo que hoy lamentamos.
Las tragedias que se viven todos los días: las continuas desapariciones, los secuestros, extorsiones, asesinatos; la enorme cantidad de personas —entre ellas un grupo nada despreciable de adolescentes y jóvenes— embrutecidas por el alcohol o las drogas, tantos otros que se suman cada día a las filas del crimen organizado, no constituyen situaciones aisladas y desconectadas entre sí, sino un fenómeno que extiende sus tentáculos a todos los rincones de nuestro lastimado país. Estas semillas germinan y se robustecen en un terreno marcado por la pobreza, la marginación, las carencias educativas, la corrupción, la impunidad, y, por qué no decirlo, también la incapacidad de nuestros gobernantes para hacer frente a problemas que, si bien no son nuevos, se han incrementado de modo exponencial en los últimos años.
Todos, personas e instituciones, estamos llamados a hacer un examen de conciencia. También la Iglesia debe abrirse a una sana reacción de auto-crítica: ¿qué hemos hecho y, sobre todo, qué hemos dejado de hacer que nos ha conducido a esta trágica situación? ¿Hemos formado de verdad las conciencias? ¿Hemos fortalecido suficientemente a las familias? ¿Hemos puesto en manos de los padres las herramientas necesarias para que formen a los hijos y les hagan capaces de resistir a la tentación de adorar al dinero? ¿No será, más bien, que muchos sectores se nos han ido de las manos y que nos hemos quedado anquilosados insistiendo unilateralmente en una religiosidad popular que no llega a tocar el corazón ni moldear la existencia concreta de las personas?
La Providencia nos ofrece la oportunidad de replantear nuestras prioridades, se trata de ofrecer itinerarios de formación que ayuden a que la fe se traduzca en obras concretas. Particular importancia tiene la formación de los laicos, cuya misión radica en configurar las realidades terrenas, impregnándolas de los valores del evangelio. Para que eso se realice es necesaria no solo la máxima competencia y habilitación profesional en su campo propio, sino además una auténtica y muy sólida vida interior, y un conocimiento profundo de la Doctrina Social de la Iglesia.
Evangelizar quiere decir despertar y formar las conciencias, suscitar en cada persona y comunidad las energías morales que les hagan capaces de trabajar de balde y con todo lo suyo por el bien de los hermanos, también cuando ello exige sacrificios personales. Evangelizar es también ponerse siempre del lado de quienes sufren, de quienes han perdido a un ser querido, tender la mano a los que quieren salir de una situación en la que muchas veces se han visto inmersos por la inexperiencia o la desesperación.
Ante este terrible panorama no son pocos los que esconden la cabeza o prefieren mirar hacia otra parte. Otros —nuestra impresentable clase política de modo particular— lucra electoralmente con estas desgracias, sin proponer y promover soluciones reales, contundentes, pues lo único que les interesa es acceder a los puestos públicos y a los beneficios que ellos traen consigo. No ignoramos que son muchos también los que interpretan su vida solo desde la lógica del tener y del gozar, al precio que sea. En ese contexto, mientras tantas personas en nuestro país están sufriendo de modo dramático, no falta los que luchan por el reconocimiento incluso jurídico de un supuesto derecho a la transgresión y al vicio. En definitiva, muchos llevamos una vida casi al límite de la ruina, sin darnos cuenta del peligro en el que nos encontramos... hasta que las balas tocan a la puerta de nuestro círculo más cercano, cobrando la vida de personas inocentes que, simplemente, estaban en el sitio en el que tendría lugar la balacera del día. Y es que cuando se usan demasiado los sentidos externos, cuando lo único que se busca es entretenerse y pasar el tiempo, entonces se atrofia el órgano que nos permite percibir el carácter sagrado de cada vida humana. Es la consecuencia de un mundo que ha decidido vivir de espaldas a Dios.
Cuando Dios no está presente en la propia vida, cuando pareciera que no tiene nada que decir a nuestra sociedad, se derrumban los cimientos sobre los que se sostiene la dignidad absoluta del ser humano, y entonces el mundo se autodestruye. Los cristianos tenemos una profunda certeza: es necesario volver a Dios, con todo el corazón, pero no a un dios cualquiera, sino al Dios con el rostro de Cristo, un rostro que es amor, que se entrega y sufre por nosotros para abrirnos la puerta a una existencia auténticamente humana.
El grito de las madres y padres que han perdido a sus hijos acompaña el devenir de nuestro presente, como una especie de música de fondo que solo dejan de escuchar los que han decidido hacerse sordos. Es un clamor que se eleva al cielo, al que debemos asociar nuestras voces, unidos en la plegaria: rogando al Señor que tenga compasión de su pueblo; a María Santísima, la Virgen del Tepeyac, la pacificadora de Zapopan, la madre que desata los nudos, para que nos alcance la gracia de encaminarnos con paso firme hacia una sociedad más justa, solidaria y sensible. Ella nos recuerda que la altura moral de una comunidad se puede medir en su capacidad de comprometerse con los que más están sufriendo. Recurramos también a san José, el único entre los santos del cielo que puede dirigirse a Jesús como a su hijo y a María Santísima como a su esposa; él, que salvó la vida del Salvador y protegió su frágil infancia, nos ayude a convertirnos en artesanos de una nueva civilización del amor. Con profunda preocupación y muy unidos en oración por el bien de nuestra patria y el cese de la violencia en México y en el mundo.
EQUIPO COORDINADOR DE LA PASTORAL DE LA VIDA DE LA ARQUIDIÓCESIS DE GUADALAJARA.
21 de agosto de 2023